3.2.4. Manipulación de la legislación del propio país y de los acuerdos internacionales

Que la industria farmacéutica dispone en EEUU (sede de las compañías que dominan el mercado global) de un número de lobbysters profesionales superior al número de congresistas, significa a la práctica que cada parlamentario tiene asignado uno o más de estos profesionales que estudian su perfil psicológico, su historia personal y laboral y detectan los puntos débiles por los que pueden presionarle para que vote –o proponga– en el Parlamento leyes favorables a los intereses de la industria farmacéutica (que, como hemos visto, son contrarios al bien común) y para que vote en contra o desestime las propuestas contrarias a dichos intereses. En el año 2002, 26 de estos 675 lobbysters eran exparlamentarios, y 342 de estos 675 eran ex trabajadores del Parlamento, y 20 habían detentado cargos directivos. Ala par que buscan influir en los más altos niveles del gobierno supuestamente democrático de EEUU, las compañías farmacéuticas han empezado otra estrategia: promover organizaciones que se presenten a sí mismas como iniciativas espontáneas promovidas y gestionadas por ciudadanos preocupados por un tema que les afecta, cuando en realidad dichos ciudadanos son trabajadores de las compañías farmacéuticas pagados para promover los intereses de estas compañías “desde abajo” y sin que se note. Estas asociaciones son especialmente útiles cuando se empieza a hablar de la posible retirada del mercado de un medicamento nuevo debido a sus efectos secundarios. Cuando pasa algo así, estas asociaciones “espontáneas” se quejan y se ocupan de bombardear a los medios de comunicación con un alud de testimonios de pacientes que declaran haber experimentado una gran mejoría con el nuevo medicamento que ahora quiere retirarse y que no habían experimentado nunca antes con ningún otro medicamento (y que, a cambio de su testimonio, reciben dinero u otras compensaciones de parte de las compañías farmacéuticas que comercializan el medicamento que ellos declaran que les resulta vital).
Consecuencia directa y nefasta de esta indebida influencia y de esta antidemocrática manipulación es que ni la agencia reguladora de los medicamentos de EEUU (la FDA) ni ninguna otra agencia reguladora del mundo exigen lo que parece lógico y natural en un mercado tan sensible como el de los medicamentos: teniendo en cuenta que los efectos secundarios de un medicamento nuevo pueden ser mortales, parece obvio que la agencia reguladora exija que, para dar el visto bueno necesario para comercializar un medicamento nuevo, tenga que demostrarse que este medicamento es mejor que los tratamientos disponibles hasta el momento. Esto no funciona así. Para poder comercializar un medicamento nuevo basta con demostrar que es mejor tomarlo que no seguir tratamiento alguno. Así, los estudios clínicos no se llevan a cabo comparando la eficacia del nuevo medicamento con alguno de los antiguos, sino comparándola con la del “placebo” (una pastilla de azúcar).
Que para patentar un medicamento nuevo no se requiera demostrar que este medicamento representa una mejora sobre los ya existentes explica la proliferación de los medicamentos de “yo también”. Medicamentos que, además de ser inútiles, pueden provocar la muerte o enfermedades graves e irreversibles. Para una compañía farmacéutica es mucho más rentable imitar un medicamento ya existente y comercializarlo con una patente nueva cuando se le acabe el derecho a explotar en régimen de monopolio la patente del primero que investigar nuevas moléculas desde el principio. Del año 2000 al año 2004 se aprobaron en EEUU 314 medicamentos nuevos de los que sólo 32 pueden considerarse realmente “nuevos”.
Como veremos, esta posibilidad de rentabilizar la industria produciendo medicamentos que son simples imitaciones de otros ya existentes y que no significan innovación alguna tiene mucho que ver con la crisis en que se encuentra esta industria actualmente (ver el apartado 4.1).
Que las agencias reguladoras exijan que los nuevos medicamentos demuestren ser una mejora para poder patentarse parece una demanda básica, pero quizás más básico sería todavía que los medicamentos fueran evaluados por organismos independientes y no por los mismos que tienen que explotarlos económicamente. En estos momentos, ningún país en el mundo cuenta con un organismo independiente para evaluar la eficacia y la seguridad de los medicamentos. Las agencias reguladoras existentes evalúan los datos que les ofrecen las compañías farmacéuticas, pero no llevan a cabo ningún estudio propio. Las compañías farmacéuticas fabrican los medicamentos, los evalúan y los comercializan. La única tarea que queda fuera de sus competencias directas es la necesaria aprobación previa a su comercialización. Ésta es competencia de las agencias reguladoras que son las mismas que, una vez un medicamento ha sido aprobado, velan también para detectar la aparición de efectos secundarios no previstos y son responsables de ordenar la retirada de un medicamento del mercado si sus efectos secundarios se demuestran peligrosos.
¿Han intentado las compañías farmacéuticas utilizar su inmenso poder para controlar también las agencias reguladoras? La respuesta es sí. ¿Lo han conseguido? En EEUU, en buena parte, sí. Veámoslo.
En el año 1992, el Congreso de los EEUU aprobó una ley que permitía a las compañías farmacéuticas acelerar la tramitación de las nuevas patentes a cambio de una compensación económica. La forma como funciona es que cualquier compañía farmacéutica que desee patentar un nuevo medicamento puede pagar –si quiere– una suma considerable a la agencia reguladora FDA para que ésta pueda contratar más trabajadores y así pueda decidirse con mayor diligencia si un determinado medicamento debe o no aprobarse.
Oficialmente, no se trata de comprar el “visto bueno” gubernamental, sino simplemente de contribuir económicamente al mejor funcionamiento de la agencia reguladora. A la práctica, sin embargo, lo que nos encontramos es que los lugares de trabajo de los funcionarios que tiene que aportar la información necesaria para que se decida si un medicamento se aprueba o no dependen en último término de la compañía farmacéutica que tiene interés en patentar dicho medicamento. En estas condiciones, no es de extrañar que desde que se aprobó la citada ley haya habido un incremento no del número de patentes concedidas (cosa lógica si se tiene en cuenta que se ha aumentado el número de trabajadores) sino de su porcentaje (antes se evaluaban, por ejemplo, 10 medicamentos nuevos cada año y se concedía el visto bueno a 5; ahora se evalúan, por ejemplo, 100 y se concede el visto bueno no a 50, como cabría esperar, sino a 80). Esta situación irregular y comprometedora de la neutralidad de los investigadores de la FDA no habría sido posible sin que la industria farmacéutica controlara al mismo tiempo el nombramiento del máximo cargo directivo de la FDA (cosa que ha hecho, por ejemplo, al bloquear en el año 2002 la candidatura del respetado catedrático de farmacología Dr. Alastair Wood en favor del poco reconocido Dr. Mark McClellan que, a parte de ser hermano del secretario de prensa de la Casa Blanca, tenía el mérito de estar totalmente a favor de la política del lobby de las compañías farmacéuticas PhRMA y de sus prácticas fraudulentas. El Dr. McClellan ha sido la máxima autoridad de la FDA del año 2002 al año 2004). Pero eso no es todo. En 1997, el
Congreso legisló que una compañía informática llamada “Drugdex” estaría desde aquel momento (además de las dos compañías sin ánimo de lucro que habían realizado hasta entonces ese trabajo) autorizada a elaborar y distribuir a cambio de una suscripción anual de
3.823 dólares un listado propio de los usos de los medicamentos destinado a ampliar de forma oficial los usos reconocidos por la agencia reguladora FDA en el momento de garantizar la patente. Podemos preguntarnos: ¿es posible utilizar un medicamento para un uso no reconocido por la agencia reguladora de los medicamentos? La respuesta es sí, porque los médicos estamos en principio autorizados a utilizar los medicamentos de la forma y en la dosis que nos parezcan oportunas, siempre bajo nuestra responsabilidad y siendo concientes que podemos ser denunciados si realizamos un uso indebido de los mismos. Pero un uso indebido no equivale a un uso no sancionado por la agencia reguladora. Los médicos tenemos que contar con un margen de maniobra reconocido y respetado y es correcto que así sea. Sin embargo, una cosa es permitir que cada médico utilice su criterio clínico como le parezca oportuno bajo su responsabilidad directa y otra muy distinta es crear, con el amparo parlamentario, un segundo listado oficial de usos de los medicamentos paralelo al de la agencia reguladora de los medicamentos y mucho más amplio.
El beneficio directo para la industria farmacéutica está claro: cuantas más indicaciones tengan los medicamentos, mayor mercado potencial. La empresa Drugdex no pertenece a ninguna compañía farmacéutica, pero forma parte del grupo empresarial Thomson Corporation, dedicado a organizar e impartir cursos de formación permanente para médicos. El vínculo con las compañías farmacéuticas se establece de la siguiente forma:
1) una compañía farmacéutica tiene interés en ampliar las indicaciones de unos de medicamentos;
2) entra en contacto con Drugdex para solicitarle que incluya la nueva indicación en su lista;
3) Drugdex la incluye sin evaluar con suficiente rigor los datos aportados por la compañía farmacéutica;
4) a cambio, la compañía farmacéutica financia un curso de formación permanente impartido por los profesionales del grupo empresarial Thomson, al que pertenece Drugdex;
5) para terminar de pulirlo, el tema del curso es, naturalmente, las nuevas indicaciones del medicamento en cuestión.
A medida que el curso se imparte en más y más centros médicos, el grupo Thomson sale ganando porque imparte el curso y cobra por ello, y la compañía farmacéutica sale ganado porque los médicos aleccionados por los profesionales de Thomson empiezan a recetar el medicamento en cuestión para las nuevas indicaciones y amplían así obedientemente el mercado y los beneficios. Los médicos que recetan medicamentos para indicaciones listadas en Drugdex están cubiertos legalmente si surgen complicaciones. Además, el programa público Medicare que ayuda a las personas mayores de EEUU a pagar el precio de las recetas de medicamentos está obligado por ley a remunerar al menos parcialmente las recetas si las indicaciones están listadas en Drugdex. A través del programa Medicare se produce una transferencia directa de dinero público a los fondos de las compañías farmacéuticas; el resto de sus beneficios proceden de los bolsillos de los pacientes estadounidenses, especialmente de los más mayores, que son los que toman más medicamentos.
El medicamento Neurontin (gabapentina), del que he hablado en el apartado 3.2.1, además de servir para la epilepsia, la indicación médica para la que se le reconoció la patente, puede ser “oficialmente” utilizado para 48 indicaciones más según la lista de Drugdex. Estas indicaciones adicionales incluyen causas tan comunes como el hipo, el tratamiento para dejar de fumar o la migraña. Debe recordarse aquí lo dicho en el apartado 3.2.1 del Neurontin: en primer lugar, es un medicamento de los de “yo también”, es decir, que no debería haber sido aprobado, en primer lugar porque no aporta ningún beneficio real, y en segundo lugar porque “en los 12 meses que van de septiembre de 2003 a agosto de 2004 se documentaron 2.700 intentos de suicidio entre los enfermos que tomaban Neurontin, de los que 200 terminaron con la muerte del enfermo” y porque “en los advertimientos, Pfizer deja constancia de la posibilidad que el Neurontin incremente el riesgo de suicido, pero para encontrar esta información tienen que leerse 26 páginas de explicaciones farmacológicas y de posibles efectos secundarios”. ¿Cómo puede ser que se apruebe oficialmente un medicamento con dicho perfil de efectos secundarios para tratar 48 condiciones médicas distintas?
En este contexto, no es de extrañar que la comisión de expertos del Parlamento inglés haya recomendado que su sistema de salud pública adquiera la capacidad de llevar a cabo sus propios estudios y que sea dotado de las competencias necesarias para poder exigir a las compañías farmacéuticas que deseen patentar nuevos medicamentos que realicen ensayos clínicos comparativos con los medicamentos ya existentes que demuestren que los nuevos son más eficaces.
En cuanto a la política internacional, las presiones de las grandes compañías farmacéuticas se median de dos formas:
1) a través de la presión del gobierno de EEUU sobre otros países, a los que amenaza con sanciones económicas y a los que impone pactos bilaterales desventajosos para ellos y beneficiosos para la industria farmacéutica estadounidense;
2) a través de la OMC, uno de cuyos primeros acuerdos fue el ADPIC (TRIPS), que, además de imponer un sistema de patentes abusivo a todos los países –incluidos los países en vías de desarrollo– alargó el tiempo de explotación de las patentes farmacéuticas de 17 a 20 años.
En el momento de la creación de la OMC y la imposición del ADPIC (año 1995), la mayoría de los países del mundo ni tan siquiera reconocían que pudieran patentar los medicamentos, puesto que no los consideraban productos comerciales sino artículos “de primera necesidad” a los que debía reconocerse derecho de acceso a todos los enfermos, independientemente de su capacidad económica.
Las imposiciones de la OMC se aprobaron en 1995, pero a los países pobres se les dio tiempo hasta el 2005 para prepararse. El gobierno de Sudáfrica, cuando se percató de que la aplicación de la nueva ley significaría la imposibilidad de tratar a su población por falta de dinero y que ello ocasionaría una extensión de la epidemia del SIDA, anunció a finales de los años noventa que pasaría a producir medicamentos antirretrovirales genéricos en laboratorios propios. La industria farmacéutica presionó al gobierno de EEUU y la administración Clinton amenazó a Sudáfrica con sanciones comerciales insostenibles si se atrevía a producir sus propios medicamentos.
¿Dónde está, en todo esto, el “libre mercado”? No existe el libre mercado. Existe el “mercado salvaje”, que es el mercado regulado por las leyes que favorecen los caprichos de los más fuertes a costa de la vida de los más débiles. El 17 de febrero de 2006, el periódico inglés The Independent publicó una noticia que permite ver hasta qué punto es abusiva la actuación de las compañías farmacéuticas con relación a los países pobres y, en concreto, a África. El artículo denuncia el hecho que las compañías farmacéuticas recorran desde hace años el continente africano en busca de recursos naturales aprovechables para su industria y los exploten en su propio beneficio haciendo caso omiso de la convención de la ONU sobre la biodiversidad y la soberanía de un país sobre sus recursos naturales. La compañía farmacéutica SRPharma utilizó una micobacteria descubierta en Uganda en los años setenta para desarrollar un medicamento para tratar las enfermedades víricas crónicas, incluida la infección por VIH/SIDA. El director general de SRPharma reconoció que su compañía no ofreció a Uganda ninguna compensación económica a pesar de que esta micobacteria –así como los recursos naturales de cualquier país– está protegida por la legislación internacional sobre biodiversidad. SRPharma no respetó la legislación internacional, no compensó a Uganda por explotar un recurso natural de dicho país en su propio beneficio y tampoco permitió a Uganda utilizar el medicamento fabricado con su micobacteria para tratar a los enfermos ugandeses. El director general de SRPharma se queja en este artículo de que este medicamento no generó los beneficios esperados y se calla que atrajo 20 millones de dólares para financiar su desarrollo.
La casa Bayer, por su lado, se ha beneficiado del descubrimiento de una cepa bacteriana en el lago Ruiru de Kenya a partir de la que ha fabricado un medicamento para tratar la diabetes (Precose o Glucobay). Este medicamento ha generado más de 380 millones de dólares en ventas. El grupo Bayer, que ha violado las mismas convenciones internacionales que cuando le resultan beneficiosas no tiene reserva alguna en imponer a otros, tampoco ha ofrecido nada a cambio a Kenya. Bayer admitió los hechos, pero se defendió indicando que a pesar de que el origen del medicamento es la cepa bacteriana de Kenya, su desarrollo biotecnológico hace que el producto final sea completamente distinto y concluye que “lo que nosotros hemos patentado no es la cepa bacteriana, sino el producto final”. Los investigadores responsables del estudio sobre las violaciones del convenio de la biodiversidad
en África concluyen de forma muy diferente: “Nos encontramos ante una nueva forma de colonialismo”.

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