No a la eutanasia: experiencia de una joven enferma

Primeramente, voy a presentarme y a situaros un poco en mi vida. Me llamo Olga. Soy una chica a la que la enfermedad le ha truncado la vida y quizá por eso la palabra vida me merece un gran respeto.
A los trece años fui operada de apendicitis; parece ser que la anestesia me dañó el sistema nervioso afectando a los músculos. Padezco una enfermedad neuromuscular grave, desconocida, progresiva y sin ningún tratamiento.
Hasta los veintitrés años pude realizar una vida normal: estudiaba, ligaba, esquiaba ...; ilusiones y proyectos no me faltaban. Pero en mayo de 1987 mi glotis se paralizó y tuve una parada cardiaca por asfixia; estuve por unos minutos clínicamente muerta, quedándome luego en coma. En ese momento, más de uno no apostaba por mí; pero yo, por llevar la contraria, salí del coma y seguí viva. Desde entonces vivo sin poder hablar ni comer.
Hablo gracias a un cuaderno y un rotulador. Me alimento por medio de una sonda.
Tengo hecha la traqueotomía y respiro con ayuda de una máquina. También dependo de un aparato de aspiración y de una silla de ruedas.
Mi vida es, desde hace ocho largos años, malestar físico, obstáculos, limitaciones, problemas hospitalarios, familiares, burocráticos... En una palabra: sufrimiento. Pero este sufrimiento si uno llega, como yo, a entenderlo, es una lección constante que ayuda a madurar y a superarse.
Soy católica, siempre he creído en Dios, en la existencia del alma y en que cuando uno muere no termina ahí su vida, sino que sigue en otro lugar. Cuando estuve en coma, tuve la suerte de tener la famosa experiencia del «túnel». Esto transformó mi vida. Desde entonces, no tengo ningún miedo a la muerte, porque sé que cuando uno se va, allí se siente mucho placer y bienestar. Como en esa experiencia pude comprobar lo agradable que es estar allí, me pregunto ¿por qué tuve que volver aquí? Aunque yo no quería volver, aquí estoy. Está claro que mi hora no había llegado. Todos tenemos un día marcado para nacer y otro para morir, y yo no soy quién para alterar el destino y mucho menos los planes de Dios.
Vivimos en una sociedad en la que priman el placer y lo material. Todos queremos gozar y ninguno sufrir; pero el sufrimiento y la muerte vienen incluidos en la vida, forman parte de ella. Soy partidaria de luchar, no de «huir». La eutanasia es una forma de huida y, por tanto, no deja de ser una cobardía. A mí no me parieron cobarde; por eso lucharé hasta el final. Respeto y entiendo a los que se dan por vencidos y no creen en nada; pero yo, cuando llegue al «otro lado», quiero tener la sensación de llevar mis deberes cumplidos. Si me practicasen la eutanasia, creo que, al llegar allí, tendría la sensación de no haber sabido llegar hasta el final, como si dejase en este mundo alguna asignatura pendiente. Para mí todo lo que te quita la paz interior no es bueno, y los médicos que han realizado eutanasias creen que hacen bien, pero confiesan sentirse mal. Todo anciano, minusválido o enfermo terminal tiene derecho a una atención digna, centros adecuados, ayudas familiares y económicas y grandes dosis de «cariñoterapia»; pero todo esto equivale a trabajo y a dinero, y es más fácil, cómodo y barato legalizar la eutanasia e, igual que hicieron los nazis, disfrazándola de ayuda y compasión, quitar a todos de en medio.
La mentalidad de que sólo lo biológicamente bueno vale la pena impide conocer grandes realidades humanas: Beethoven compuso sus maravillosos cuartetos hasta el último momento; Mozart siguió componiendo en el lecho de muerte su magnífico Requiem; Tiziano pintaba con casi noventa años, cuando apenas podía sujetar los pinceles. Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e irrepetible y que cualquier vida tiene todo el valor posible. Si hubiese una vida sin importancia, ninguna sería importante.
OLGA BEJANO, 13 de marzo de 1995

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